Adolphe



Las mujeres coquetas hacen ya mucho daño, aunque los hombres, más fuertes, menos atentos a los sentimientos por exigencias de su trabajo, y destinados a los sentimientos por exigencias de su trabajo, y destinados a servir de centro a todo lo que les rodea, no tengan en el mismo grado que las mujeres la noble y peligrosa facultad de vivir en otro y para otro. ¡Pero qué cruel se hace este manejo, a primera vista frívolo, cuando se ejerce sobre seres débiles, que no tienen otra vida real que la del corazón, otro interés profundo que el del afecto, sin actividad que las entretenga, sin profesión que las obligue, confiadas por naturaleza, crédulas por una disculpable vanidad, que sienten que su existencia consiste en entregarse sin reservas a un protector, y perpetuamente condenadas a confundir la necesidad de apoyo con la necesidad de amor.
No me refiero aquí a las desgracias positivas que se derivan de uniones constituidas y luego rotas, del trastorno de las situaciones, del rigor de los enjuiciamientos públicos y de la malevolencia de esta sociedad implacable, que parece haber encontrado placer en colocar a las mujeres sobre un abismo, para condenarlas si caen en él. Esos no son más que males vulgares. Hablo de esos sufrimientos del corazón, de ese dolorido asombro de un alma burlada, de esa sorpresa con que ella se entera de que el abandono se convierte en culpa, y los sacrificios en crímenes para la persona misma que los recibió. Hablo de ese espanto que la sobrecoge, cuando se ve abandonada por aquel que juraba protegerla; de esa desconfianza que sucede a una confianza tan completa, y que, obligada a dirigirse contra el ser que elevaba por encima de todo, se extiende por ello al resto del mundo. Hablo de esa estima reprimida dentro de sí, y que no sabe dónde emplearse.
A los hombres mismos, hacer ese daño no les deja indiferentes. casi todos se creen mucho peores, más volubles de lo que son. piensan que pueden romper con facilidad el lazo que contraen con despreocupación. desde lejos, la imagen del dolor parece vaga y confusa, como una nube que cruzarán sin dificultad. Una doctrina de fatuidad, tradición funesta, que lega a la vanidad de la generación que se alza la corrupción de la generación que ha envejacido una ironía trivializada, pero que seduce al aspíritu con redacciones mordaces, como si las redacciones cambiaran el fondo de las cosas, todo lo que oyen, en una palabra, y todo lo que dicen, parece armarlos contra las lágrimas aún no derramadas. Pero cuando eses lágrimas se derraman, la naturaleza vuelve a ellos, a pesar de la atmósfera ficticia de que se habían rodeado. Sienten que su corazón mismo, que creían no haber comprometido, ha arraigado el sentimiento que han inspirado, y si quieren domeñar lo que por costumbre llaman debilidad, les es preciso descender a ese miserable corazón, y destrozar lo que en él hay de generoso, quebrantar lo que hay de fiel y matar lo que hay de bueno. Lo consiguen, pero hiriendo de muerte una porción de su alma, y salen de ese trabajo habiendo traicionado la confianza, desafiando la simpatía, abusando de la debilidad, insultando a la moral al convertirla en el motivo de la dureza, profanando todas las expresiones y pisoteando todos los sentimientos. Sobreviven así a lo mejor de su naturaleza, pervertidos por su victoria o avergonzados de esa victoria, si es que ella no los ha pervertido.

Benjamin Constant, prólogo a la segunda edición de Adolphe.

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